Magdalena entró como todas las mañanas al templo parroquial. Al tiempo que levantaba los bancos para limpiar el barro depositado en la misa vespertina por los innumerables pies que se hicieron presente. Estaba enfocada en sus preocupaciones. El sueldo “en negro” que recibía era propio de un indigente. Al menos eso lo había escuchado en la homilía del Padre Juan Manuel para la colecta “Mas por Menos”: “Cuantos hermanos nuestros mueren de hambre porque ni siquiera reciben un sueldo mínimo…” Ella era una. Pero ahí estaba, daba gracias al Señor porque esos pocos billetes que le entregaban en la Secretaría Parroquial le alcanzaban para “ir tirando” como le decían, al pagarle por su esfuerzo. Ser inmigrante ilegal tiene su precio.
Como siempre se acercó cabizbaja al Santísimo para lustrar la puerta del tabernáculo, pero al levantar la vista… se congeló. La puerta estaba abierta. La cortina de lino finamente bordada que la cubría, desgarrada al medio. Dos de los tres copones que guardaban las hostias para la comunión estaban volcados. Faltaba uno, el enchapado en oro y que utilizaba la Cofradía del Santísimo. Lo buscó por todos lados. Sobre la credencia encontró la pequeña copa de cristal que guardaba las hostias para los celíacos. ¡Las hostias! ¿Dónde están las hostias? No había ni una… ni desparramadas en el piso, ni en el altar, ni…¡En ningún lado!
De un soplo se organizó todo: Llegaron los gestos desorbitados de los tres sacerdotes que, con los teléfonos móviles en mano se organizaron para hablar con el obispo, el fiscal en turno, el dueño del diario del lugar para publicar la noticia de semejante profanación y el horario de las misas que se rezarían en desagravio. Llegaron los presidentes de las cinco cofradías escandalizados por el rumor de que habían robado el copón que tanto esfuerzo les había costado comprar. Cruzando la plaza y desde la comisaria la División Criminalística se hizo presente. Buscaban rastros, perimetraron el espacio. Tomaron fotografías, muestras y todo lo necesario para la pericia. Pero lo curioso era que no había ni un solo vestigio del Santísimo Sacramento del Altar. “¡Un ataque demoníaco sin duda!” sentenciaba el Vicario. “¡Las llevan para usarlas en alguna misa negra” agregaba el párroco… y todos se santiguaron!
Toda la ciudad estaba conmocionada, pero a las pocas horas comenzaron a llegar noticas a la comisaría. Más aún, desde las propias celdas y hacinados, los reclusos cantaban. El Oficial de Guardia estaba paralizado frente a un pañuelo blanco que un preso levantaba mientras el resto, tomaba de allí unas obleas blancas y las comían. Ellos, los cautivos de la policía, que tantas veces pidieron por la asistencia religiosa de los sacerdotes que vivían en la Casa Parroquial, ahí nomás, cruzando la plaza principal y que nunca vinieron, estaban comulgando. ¿El que robó en la iglesia las llevó allí?
El teléfono los sacó del estupor. El Director del Hospital pedía con urgencia un patrullero policial. Un grupo de enfermos que desfallecían en Terapia Intensiva víctimas del Covid19 se habían recuperado y recorrían el resto de las las salas repartiendo, casi desnudos, con un camisolín y sin barbijos, unas hostias. Al parecer alguien las había dejado sobre los ventiladores mecánicos envueltas en un apósito blanco. Nadie sabe cómo se desintubaron. Nadie los vio levantarse y salir, pero los médicos, escépticos, gritaban que se estaban esparciendo el virus y era necesario detenerlos. Todos los internados habían ganado la calle y el hospital se vació.
No había pasado la tarde cuando unos voluntarios de “Un Plato Caliente” se acercaron a la Jefatura de Policía. Ellos repartían la cena en sus bandejas de plástico cuando una de las abuelas que dormían en la plaza les había acercado un copón que parecía de oro con unas piedras preciosas incrustadas. La pobre mujer quería canjearlo por unos cajones de fideos y salsa de tomates para así, agradecer de algún modo a la organización informal que hacía tantos años que la cuidaba en su situación de calle y la alimentaba cada noche. Claro que nadie había aceptado el trueque y se los ofrecía a ellos, para ver si tenían mejor suerte.
Para que negarlo. En pocas horas aparecieron hostias salpicadas en manos a las que nunca habrían llegado de ser por la voluntad de los celosos cófrades. Ya no era posible explicar que el ladrón repartía el sagrado botín en tantos lugares y al mismo tiempo.
El comisario volvió al templo. Habían rodeado de flores el tabernáculo. Al mismo tiempo le hicieron llegar las primeras conclusiones de la pericia. No había rastros de pólvora ni explosivos, pero la caja metálica se había partido por el reventón. Algo la había inflado hasta hacer volar la puerta, desencajando la cerradura. Ya no había dudas. Para ese oficial de policía que tantas miserias habían pasado por su escritorio, estaba claro. Alguien, desde adentro, alguien había querido escapar y lo había logrado. Alguien cuya fuerza era directamente proporcional a la bronca del encierro. Alguien llamado Jesús… una vez más… había resucitado. Aquel 25 de Diciembre jamás podrían olvidarlo
Antonio Gustavo Gomez
Fiscal General